Esta expresión se utiliza
para designar a la persona que carga con las culpas y a la que se hace
responsable de las desgracias que los demás sufren.
El origen de esta expresión
lo encontramos en un ritual que practicaban los antiguos judíos para celebrar
el Día de la Expiación.
Consistía en elegir a dos machos cabríos (chivos) y echándolo a suertes,
designaban a uno de los animales para sacrificarlo a Yahveh con todos los honores, con
su sangre se rociaba el Propiciatorio (el arca de la
alianza).
En cambio, sobre el otro
chivo, llamado Azazel,
recaía la culpa de todos los pecados, se realizaba una ceremonia en la que el
rabino, purificado y vestido de blanco ponía sus manos sobre la cabeza del
animal, traspasando así la culpa del pueblo a éste, para luego llevarlo
al desierto en calidad de emisario y ser abandonado allí, según algunas fuentes
era además apedreado. De esta forma puede considerarse que el sacrificio elimina,
borra y limpia el pecado.
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